Crónicas de Aotearoa: Esquiando en Ohau

Seis: Esquiando en Ohau.

Quién me iba a decir que después de haberme enfundado en aquel traje espacial y aquellas botas aerodinámicas lo único que iba a hacer era simple y llanamente esquiar (bueno, llanamente no).Y además pasármelo bien, que es lo que sucedió aquel jueves de julio varios metros por encima del lago Ohau y su precioso volcán. Alexis tuvo paciencia y yo me lo pasé muy bien tratando de mantener el equilibrio en aquellos esquís. Y disfruté de las vistas como si de pronto me encontrara en el espacio exterior, observando un paisaje marciano desde mi nave, con mi traje espacial y mis botas aerodinámicas.

Dos o tres horas después, estuvimos hablando en español con Yulia, una de las encargadas de la pista: una rusa de Siberia residente en Andorra.

Crónicas de Aotearoa: Los Lagos Tekapo y Pukaki y el Monte Cook

Cinco: Lake Tekapo, Lake Pukaki y Mount Cook.

Desde Timaru pusimos rumbo al centro de la Isla del Sur. El frío era cada vez más frío y las montañas, más montañas cada vez, se iban aproximando a medida que pisábamos el acelerador. En Nueva Zelanda conducir es una maravilla, algo así como lo que sentimos en Tasmania. Apenas hay coches, sobre todo en esta época del año, y las carreteras son sencillas, bien mantenidas en general.

A medida que nos íbamos acercando a las montañas, el paisaje iba cambiando: más nevado, más salvaje y a la vez, ¡tan familiar! Muchas veces pensé en los paisajes erosionados y desiertos de Fuerteventura y Lanzarote. Incluso la vegetación me recordaba mucho a Canarias (claro que apenas sé nada de vegetación…pero aquello era familiar). Las colinas, volcanes y llanuras se iban intercalando, mucho pasto, mucha vaca y oveja, y de pronto, los lagos. El lago Tekapo fue el primero que descubrimos. Luego el inmenso lago Pukaki de aguas turquesas. Y qué tranquilidad, qué silencio. ¡No se oía prácticamente nada!
Salvo, de vez en cuando, una bandada de cisnes, un coche o un camión. Y luego silencio otra vez.

A orillas del lago Pukaki, al lado de una tienda de souvenirs, se concentraban unos cuantos turistas japoneses haciéndose fotos en grupo con el monte Cook al fondo. Alexis y yo no pudimos resistir entrar en la tienda y comprar salmón ahumado. Y después de probarlo, no nos arrepentimos de aquello.

Poco después ya estábamos conduciendo a orillas del Pukaki, con el monte Cook (unos 3700 metros de altitud) cada vez más cerca. Bajamos de la furgoneta, caminamos sobre la nieve, contemplamos el atardecer, el desfile de colores, y sentimos frío, frío y más frío. Y entonces nos fuimos a dormir a un camping con su cocina, su chimenea y todo. ¡Éramos los únicos! (cómo me acordé de la película esa de “El resplandor”). Cocinamos en la enorme cocina y nos fuimos a dormir.

¡Y qué estrellas! Nunca vi un cielo tan despejado y lleno de estrellas.

Crónicas de Aotearoa: Viajando por la Isla del Sur con el kiwi atómico

Cuatro: Viajando por la Isla del Sur con el kiwi atómico.

Nuestra primera noche en el kiwi atómico la pasamos no muy lejos de Christchurch, en el pueblito costero de Akaroa, situado en el borde de un inmenso cráter relleno de mar (curioso, ¿no?)
Allí empezamos a sentir el frío invernal, cocinamos nuestra primera cena al raso a dos grados centígrados (el kiwi atómico será atómico, pero el camping gas hay que sacarlo fuera y cocinar fuera, llueva, nieve o truene), y nos dormimos con una bolsa de agua caliente pegada a los pies. A la mañana siguiente, nos despertamos rodeados de vapor condensado, el edredón estaba mojado, la ropa congelada, hacía frío, salía vaho de nuestras bocas al hablar. Qué regocijo, qué maravilla. Estos son los momentos en los que me doy cuenta de lo poco que sabemos apreciar las comodidades del día a día. Pero si viajáramos en una caravana de súper luxe, la aventura tendría mucha menos gracia (y nos saldría más cara).

Después de Akaroa, seguimos rumbo al sur, por la costa y dormimos en la pequeña ciudad de Timaru.

Crónicas de Aotearoa: El kiwi atómico

Tres: El kiwi atómico.

Alexis y yo alquilamos una nueva Miss Cucaburra en Christchurch. Esta furgoneta, también Mitsubishi Express, resulta mucho más cuca que la que habíamos comprado en Australia: está decorada con flores y mariposas y además el motor es más potente. A esta la bautizaremos como “el kiwi atómico”, aunque la compañía que nos la alquiló insistirá en llamarla “Hippie Camper”.

Crónicas de Aotearoa: Christchurch

Dos: Christchurch.

Tras diez días en la preciosa casa de Jutta y Rudi, cogimos rumbo al sur en avión. Destino Christchurch, la bonita capital de la Isla del Sur, ahora reducida a unas cuantas calles y un montón de escombros desde el brutal terremoto de 2011, que acabó con el centro de la ciudad en cuarenta segundos. Christchurch está en una zona de una gran actividad sísmica. Bueno, en realidad toda Nueva Zelanda está en una zona delicada, en el Gran cinturón de fuego del Pacífico, y es más proclive a sufrir terremotos, maremotos y erupciones volcánicas que otros países. Pero aún así, o precisamente por esto, qué maravilla de país.

En nuestra primera noche en un hostal en Christchurch, tuvimos un temblor de bienvenida. Yo me desperté sobresaltada a las dos de la mañana después de oír un ruido intenso, como de algo deslizándose por debajo de la cama, y la cama y la lámpara se movieron. Todo esto duró apenas dos segundos, pero a mí me costó dormirme de nuevo. Y poco después volví a sentir otro temblor.
Al día siguiente busqué en una página de Internet información sobre la actividad sísmica en Christchurch y me quedé boba: en la primera semana de julio se habían registrado 13 temblores. Los dos últimos los sentí yo (nadie más en el hostal oyó nada, ni siquiera Alexis. ¿Soy la única que tiene el sueño ligero?)

De Christchurch poco más puedo contar. Allí pasamos poco más de un día sacando fotos de lo poco que queda que ver y sintiéndonos como monigotes de papel. La naturaleza nos demuestra que somos minúsculas mierdecillas ambulantes. Quizás dentro de diez años la ciudad volverá a tener buen aspecto.