Crónicas de Aotearoa: The Catlins. En el sur de la Isla del Sur

Nueve: The Catlins. En el sur de la Isla del Sur.

Tantos kilómetros recorridos para llegar al sur del hemisferio sur. Y yo, que soy sureña de nacimiento, aunque del otro hemisferio, creo que aquí se acaba mi sur. Sé que nunca iré a la Antártida. Me basta con haber llegado a estas tierras llanas de prados extensos y olas perpetuas. Me basta con haber visto a una pareja de lobos de mar achuchándose en la orilla del mar, al abrigo de un faro solitario.

Crónicas de Aotearoa: Cuatro noches en Dunedin

Ocho: Cuatro noches en Dunedin.

¿Y qué estuvimos haciendo durante tanto tiempo en Dunedin? ¡Pues Dunediando! ¿Qué íbamos a hacer si no? Alexis y yo habíamos recorrido unos cuantos cientos de kilómetros para escapar del frío polar, antártico, cuaternario y cretácico de la Edad de Hielo del centro de la Isla del Sur. Porque frío tuvimos mucho, y en ingentes bocanadas. Respiramos, tragamos y sudamos frío cada día. Bueno, sudar, sudamos poco, y precisamente por eso evitamos ducharnos durante dos o tres días seguidos. Para qué. Ante semejante gelidez, no merecía la pena quitarse la ropa. Ustedes habrían hecho lo mismo, no me vayan a decir que no. Pues en Dunedin, por ser ciudad costera, esperábamos encontrar un tiempo más clemente. Pero resultó que no: esta ciudad al sureste de Nueva Zelanda es linda como pocas en este país, pero también muy fría y lluviosa. Durante un día entero no salimos del kiwi atómico porque no paró de llover, así que nos dedicamos a poner el blog en orden y ver películas. Alguna ventaja tenía que tener pagar un camping con electricidad y duchas. Sí, ¡por fin!, ¡agua caliente! ¡Duchas calientes! También tuvimos tiempo de callejear, de visitar la entrañable cervecera Speight y la horrenda, química y ultra-azucarada fábrica de chocolates Cadbury.

Crónicas de Aotearoa: De Omarama a Dunedin

Siete: De Omarama a Dunedin.

En el camino que lleva de Omarama a Dunedin, tuvimos la oportunidad de tropezarnos con auténticas esculturas naturales, enormes trozos de tierra, arena y roca esculpidos por el paso del tiempo. Unos eran las Elephant Rocks, rocas mastodónticas con forma de elefante o de bestia rara llena de patas y protuberancias en medio de un prado antes cubierto por el mar.
Los otros eran los llamados Moeraki Boulders, unos boliches (o canicas) gigantescos que yacen a sus suerte en la orilla de una playa del este de Nueva Zelanda, mirando al mar, quizás esperando al niño gigante hijo de un gigante que se entretiene jugando con ellos de vez en cuando. Entre tanto, el mar los va despedazando muy despacio, tan despacio que un ojo humano no lo percibirá jamás.

Hasta hace poco me habría gustado explicar el fenómeno geológico de estos bellos monstruos naturales, pero ahora me contento con recordar su imagen y lo bien que lo pasé paseando entre ellos.