Como dije en mi anterior artículo (me niego a escribir “post”!!), el viaje al país de Oz empezó mucho antes que mi viaje físico. Aquí solo hablaré del trayecto París-Melbourne:
Por motivos de logística económica, Alexis y yo tuvimos que viajar separados en compañías aéreas distintas: él con Malaysia Airlines, yo con Cathay Pacific. Mi experiencia aeronáutica fue fascinante, llena de comodidades (manta y almohada incluidas), viandas y entretenimiento a tutiplén. Desde que saliera de París hasta mi llegada a Hong Kong 11 horas después, en todo momento, el viaje se me pasó volando. Ni siquiera cuando me levanté de mi butaca reclinable, el tiempo pareció detenerse. Así pues, mis queridos lectores, todo en la nave nodriza fluía: el vaivén de las azafatas, mis excursiones al baño, las películas (cuánta variedad!), las cabezadas…
Y de pronto: la China. En una de mis visitas al excusado, nueve horas después de salir de París, miré por un ventanuco y casi lloré de emoción al ver mares de nubes, montañas y ríos. Cuántas veces en mi infancia canté aquello de “China, Japón, media vuelta y cachetón”. Luego recordé a mi novio “japonoide” del colegio: el hijo de un chino y una coreana. Después pensé en mi ropa, mis zapatos, mis maletas, mi sombra de ojos: todo “made in China”. Luego suspiré.
Dos horas después, llegamos a Hong Kong (o “puerto fragante”, que es lo que significa hong kong). Esperaba un aeropuerto futurista, táctil y digital, pero era más modesto de lo que imaginaba. Eso sí, tenía moqueta. Y grandes ventanales también. Y restaurantes y tiendas de caros perfumes occidentales. Todo bastante europeo, salvo la gente y las revistas, casi todas en cantonés.
Durante las tres horas que pasé en el aeropuerto, luché contra mis párpados: apenas había dormido durante el primer vuelo. Pero mereció la pena: vi amanecer, vi el mar y las montañas, y unos rascacielos hongkonoides que daban cachetadas a las montañas de feos que eran.
Y desde el puerto fragante, con dos turbinas por banda y viento en cola a todo reactor, puse rumbo a Melbourne, adonde llegué nueve horas, un sueñito y dos películas después.