Hoy hace nueve meses que llegamos a Australia y hoy voy a parir lo que se ha venido gestando:
“Plaf!”, espetó el saco amniótico. Y ahí se rompió y entonces salió de mí un grito pelado:
“AOTEAROA!!!” Como una ola brutal estallando en pedazos transparentes al azotar un acantilado de roca negra. Y en ese momento, hoy, me di cuenta de que Alexis y yo habíamos rodado 10.000 km. en la Cucaburra y que ya estábamos con el tejemaneje de venderla. Hoy ya estamos poniendo el anuncio en Internet para que alguien nos la pague y se la lleve y así continúe con la lenta marcha ritual hacia todos esos rincones de la gran Australia que nunca veremos. Qué pena que no vayamos a ver Darwin, ni Broome, ni Perth. Qué pena que nos vayamos a perder la gran roca Uluru, la piedra ancestral. Ayers Rock. Qué pena y qué alegría, porque así respetaremos el más que profanado peñasco rojo que da de comer a los habitantes de Alice Springs. Ay, qué turístico se ha puesto todo, que no lo reconozco ni yo, que nunca estuve aquí, pero que lo imaginaba diferente. Sagrado. Y de sagrado poco va quedando en esta tierra, si acaso algunos benditos pares de ojos que todavía aciertan a verlo. A lo sagrado me refiero.
¡Hasta los animales se han pervertido por completo! Los canguros comen pan y se mueren de “lumpy jaw disease”, que traducida se conoce como la enfermedad de la mandíbula abultada. Yo no la conocía, pero los wallabies degenerados que comen comida basura humanoide, sí. Esos sí la conocen. Se alimentan de cosas que no son para ellos, se les infecta la mandíbula primero y luego la sangre y, al final: “Farewell cutie!” Ay, ese amor humano que da de comer a los bichos y los mata bien muertos. Aunque de amor, eso sí. Puritito amor. Porque los canguros son una monada y también los koalas, esas bolitas peludas infestadas de clamidia. Todos los seres de esta enorme roca desértica en medio de este inmenso mar, tan grande que varios océanos vienen a su encuentro, todos ellos han dejado de ser sagrados para convertirse en peluchitos vivientes o en pobres aborígenes. Qué penita, penita, pena… En todo este tiempo hemos visto dingos, arañas, mosquitas de todos los colores, árboles gigantes y hasta hemos tenido la inmensa suerte de conocer al ser más extraño con el que me haya tropezado nunca: el podargo, una especie de búho que no es búho, que recuerda al tronco de un árbol, a un lagarto y a un sapo a la vez. En la roca, esta roca que llaman Australia, lo conocen como “tawny frogmouth” o “tawny” a secas. Qué suerte tuvimos de conocerlo en Sydney. Yo creo que se bajó de una rama expresamente para visitarnos, o eso me gusta pensar.
Mientras mi saco se va quebrando y me van saliendo ideas, me voy dando cuenta de lo poco que me importa no haber visto todo. Nos hemos dejado estados atrás, la Australia meridional, la Australia occidental, la Australia septentrional, la gran roca Uluru… Nadie va a llorar si no llegamos. ¿Lloraremos nosotros? No lo sé, no lo creo, no me importa. Seguramente podríamos haber visto mucho más subiendo al Mount Kosciuszko, de 2.228 metros, el pico de nombre polaco de esta vieja planicie que es Australia, y arrojándonos por una ladera hasta parecer croquetas magulladas. O podríamos habernos tirado desde un avión en marcha y pegarnos un subidón de adrenalina haciendo “skydive”. Podríamos habernos bañado entre tiburones en el acuario de Sydney o haber viajado al “outback”, la parte genuina de Australia en la que sólo se encuentra una gasolinera cada 500 km., y dejarnos arrullar por el aleteo de las moscas. Podíamos haber recorrido todos los lugares que vieron Mad Max o Priscilla, la famosa Reina del desierto. O podíamos o podíamos o podíamos. Pero esto es lo que hay: en nueve meses hemos hecho más bien poco para lo que Australia ofrece, porque harían falta al menos nueve vidas para poder hacer más.
Nueve meses después, podría pasar horas hablando de arañas venenosas, lombrices mágicas y pájaros chillones. Podría pasar un buen rato hablando de la gente que nos ha acogido en sus hogares con todo su cariño, que es lo que importa al final. Como el matrimonio de Belfast que nos aloja en su casa desde hace casi un mes, aquí en el “bush”, cerca de Brisbane. Y así seguiría largo y tendido hasta concluir en esta tarde soleada, cuando nos despedimos de Guillaume y JP, nuestros amigos alsacianos, los mismos que conocimos hace un par de meses, antes de que se fueran al aeropuerto cargados de maletas. “À bientôt, les gars! Bon voyage!” Ahí se fueron, rumbo a Francia a mojarse los culos en el Rin después de haber conducido 22.000 kilómetros a lo largo y ancho de Australia. Como héroes en 4×4.
Nueve meses después y roto el saco, me va gustando más la idea de vender mi querida furgoneta, viajar ligera y marcharme a ver montañas y mar, nieve y arena volcánica en ese país vecino que es Aotearoa, “la tierra de la gran nube blanca”, ese país del que no sé nada pero que resuena en mis tímpanos desde hace años como una ballena harta de krill aullando en las profundidades del océano.